Es él quien acostumbra a hacer nuevas preguntas justo en el momento en el que sentís esa mezcla de orgullo, alivio y satisfacción por haber encontrado las respuestas de las antiguas. Es no muy distinto a un incesante juego de niños ansiosos por descubrir nuevos misterios, en su caso, misterios enterrados en citas filosóficas y trampas literarias. Pero él no va a jugar solo. En cambio, va casi a obligarte a que vos mismo desentierres los incógnitas.
Una alegría electrizante se le cuela entre los dientes cuando logra que alguien entienda su enredado discurso de palabras extrañas y acepte ser partícipe de su juego. Con tierna torpeza, dirige miradas cómplices a quien haya cavado lo suficiente para hallar el esqueleto de algún cuento o poema. Es ahí cuando sus cielos derraman brillos como rayos de sol y pareciera que su alma se sumerge en un eterno amanecer. Es ahí cuando su esencia se le escapa por las pupilas y, sin ser genio, uno se da cuenta de que es uno de esos seres que pasan su tiempo escabullidos entre páginas llenas de palabras, y adentro les brota felicidad cuando consiguen compañía para perderse entre historias.
Lo cierto es que puedo hablarles de sus cielos, su habla torpe, de sus labios que articulan palabras tras el vello crecido en su mentón, de su sonrisa, su mirada. Pero no es eso, claro, ninguna de esas cosas las que resultan en él atractivas. Porque si de atractivos he de hablar, debo hacer referencia a su mente, ese campo fértil plantado de ideas de florecimiento infinito, que día a día alimenta mi asombro y hace que su torpeza, sus palabras enredadas y su barba ridícula, pasen a un segundo plano. Porque él logra regar mi conocimiento de maneras que no conocía y alentarme tiernamente a que también yo quiera escabullirme entre páginas y acompañarlo a que juntos nos perdamos entre historias.
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