Ƹ̵̡Ӝ̵̨̄Ʒ

lunes, 11 de marzo de 2013

Tratando de revivir.

La envolvía un manto inmenso y oscuro que se enredaba en cada parte de su cuerpo, la apretaba y no la dejaba respirar. Ella se movía desesperadamente tratando de encontrar una salida. Sus esfuerzos eran en vano. No había forma de salir de allí. De pronto, encuentra un diminuto agujero por donde entra un hilo de luz blanca cegadora que penetra en sus ojos obligándolos a entrecerrarse.  Se asomó por el agujero y pudo ver mejor. Observó atentamente el lugar. "¿Dónde estoy? ¿Quién soy? ¿Qué debo hacer ahora?" sonaba una voz en su cabeza. Observó. Y allí, en una esquina vio a una niña de pie con la mirada posada en ella, o más bien en el manto inmenso y oscuro. La niña se mostraba seria. Su rostro parecía de porcelana; blanco y rígido, sin expresión alguna. Quiso mirarla a los ojos para ver si aquellas ventanitas del alma podían mostrarle qué era lo que ésta niña realmente estaba sintiendo, pero justo cuando estaba por posar su mirada en los ojos de aquella señorita, oyó un ruido que venía del otro lado de la habitación. Ella corrió todo el manto que la envolvía para poder observar a través del agujero aquello que originaba el ruido. Y ahí lo vió. Aquel hombre de su pasado a quien tanto había amado. Por el que tanto había sufrido. Lo observó y quiso describir la expresión de su rostro, pero no pudo. No pudo descifrar si aquel hombre estaba feliz o si estaba triste. Lo único que podía notar es que estaba solo. Y así, solo, estaba construyendo su propio mundo en donde sólo había espacio para una persona: él mismo. Ella penetró su mirada en los adentros del hombre, observó su alma y su corazón que estaban completamente vacíos. Y al notar ese vacío interno que sentía aquel hombre, un fuego interior la empezó a quemar por dentro. Y se fue extendiendo, ocupando cada rincón de su cuerpo y empujando la piel hasta traspasarla. Comenzó a arder. Las llamas crecían e incendiaban aquel manto inmenso y oscuro que la envolvía hasta que no quedó nada de él. Y las llamas se apagaron. Ella, rodeada de cenizas, se recuperó y se puso de pie. Miró hacia el lado donde había visto al hombre, pero él ya no estaba. Se había ido. O quizá nunca había estado. Luego, recordó que había visto a una niña en una esquina de la habitación. La buscó con la mirada y allí estaba ella. De pie. Seguía sin expresión alguna en su rostro. Ella se ocupó del asunto pendiente que había dejado a medias; observó sus ojos. Penetró en ellos y buceó en el alma de la niña. Llegó a su corazón y luego pasó por su mente. Fue inevitable no llorar. La niña estaba rígida, intacta, por fuera pero por dentro era literalmente un tornado de emociones y pensamientos. Ella tuvo el impulso de correr. Y lo hizo. Corrió y corrió y cuando llegó al lugar de la niña, la abrazó. Ésta no respondió al abrazo, pero ella pudo sentir que la niña le transmitía cariño, amor y energías que la volvieron a un estado de plena felicidad. Recordó al hombre y quiso ir a buscarlo pero mejor no. Mejor se quedaba allí, con quien la hacía feliz. Ya no quería ser la masoquista que iba en busca de aquella figura solitaria y vacía.
Con aquella niña estaba a salvo. Con aquella niña estaba feliz.
Se tomó un instante para soltarla y mirarla. Y vio algo milagroso. La niña estaba llorando pero sonriendo a la vez. Estaba liberando todas las tensiones que tenía acumuladas. Estaba liberando el tornado de emociones y pensamientos que la invadían y la ahogaban por dentro. Ella entendió que la niña sólo necesitaba amor. Pero no cualquier amor. SU amor. El amor que ella, egoístamente, se lo había estado guardando en su interior bajo aquel asqueroso manto inmenso y oscuro. 
Desde ese momento, supo lo que debía hacer. Quedarse allí y no irse nunca más. Porque la felicidad de aquella niña, dependía de ella. Y su felicidad, dependía de que aquella niña, estuviera feliz. 

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