No saben hacer otra cosa que enfermarse y hundirse. Muchas manos se extienden alrededor dispuestas a rescatarlas pero las enfermas no las toman, las quieren tomar pero algo se los impide. Se sienten mal, se sienten solas. Necesitan ayuda pero no la aceptan.
La epidemia las está matando, las destruye y les corta la respiración. Sus corazones laten cada vez más fuerte dando aviso de que quieren seguir viviendo, pero las enfermas no los escuchan porque las voces que retumban en sus cabezas hablan tan fuerte que las dejan sordas.
Están todas unidas, apoyándose mutuamente y tratando de escapar de la epidemia pero solas no pueden, y se esfuerzan y lloran y no entienden porqué no pueden sanar. En su intento en vano de recuperarse, caen mucho más profundo en el pozo que la sociedad cavó y en el que ellas se arrojaron. Nada mejora, todo empeora y nada nunca va bien.
Por qué. Se preguntan. Por qué nosotras.
Nadie responde porque todos ya están muy lejos. Las enfermas poco a poco se fueron adentrando más en el mar de sus complejos y la gente sana se quedó en la orilla observando desde lejos cómo las enfermas se hundían y se ahogaban. Ya nadie puede hacer nada, no hay solución, no hay salida. La epidemia se mantiene fuerte y se alimenta de las enfermas que son tan débiles, tan insuficientes, tan inútiles. Enfermas, dolidas, caen sin poder hacer nada al respecto. Enfermas, dolidas, caen sin ninguna esperanza de trepar para volver a pisar un suelo estable en un mundo sin epidemias contagiosas que terminen con unas pobres e inocentes niñas. Unas niñas que la vida puso a prueba para ver si podían convertirse en fuertes guerreras y que evidentemente no pudieron convertirse en nada porque, por débiles y frágiles, fueron derrotadas, perdiendo la guerra.
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